El jugador
Un jugador, apostador, ludópata —como quieras llamarlo— juega y apuesta todo lo que tiene, porque la potencial recompensa que podría obtener en la próxima jugada es lo que le da sentido a su compulsión.
A su existencia.
La posibilidad de ese retorno infinito, en comparación con las potenciales pérdidas, lo hace continuar.
Una y otra vez.
Ahora piensa esto:
¿Qué pasa si le ofreces al jugador el dinero que esperaba ganar con sus apuestas, con la condición de que deje de apostar?
Casi con total certeza rompería su promesa.
¿Por qué?
Porque la recompensa sin el juego no es recompensa.
El juego es lo que da sentido a la recompensa.
El cazador
Ahora imagina a un cazador y recolector.
¿Crees que el sentido de la vida, o tener un propósito, era una gran preocupación para ellos?
Probablemente no.
Cada día era un propósito en sí mismo: encontrar comida para sobrevivir.
Cada jornada comenzaba desde cero.
Y cada jornada, con un nivel de esfuerzo que hoy ni siquiera podemos imaginar, lo intentaban otra vez.
Hasta que finalmente llegaba ese golpe de suerte, y podían disfrutar de los alimentos obtenidos con la caza y la recolección.
Cada bocado debía sentirse como una pequeña victoria.
Como un placer extraordinario.
Cuando se les pregunta a los integrantes de la tribu Hadza, uno de los pocos pueblos que aún viven como cazadores y recolectores, qué los hace felices, responden sin dudar:
“Cazar.”
Cazar es una fuente de orgullo.
Una habilidad valorada.
El sustento que mantiene viva a su comunidad.
Y, sobre todo, una oportunidad de poner a prueba su esfuerzo, su resiliencia y su capacidad de enfrentar la vida.
Cazar es el juego.
El alimento, la recompensa.
El problema moderno
Pero hoy… todo está dado.
Nos han entregado la recompensa sin el juego.
Y eso, es un gran problema.
Si tengo sed, tomo un vaso y bebo agua.
Si tengo hambre, abro una aplicación y en minutos tengo lo que quiero en la puerta de mi casa.
Si tengo frío, enciendo la calefacción.
Si tengo calor, prendo el aire acondicionado.
Todo garantizado.
Comodidad.
Conveniencia.
Abundancia.
No vivimos una crisis de propósito.
Vivimos una crisis de comodidad.
Y sin dificultad, aunque suene contradictorio, la vida se vuelve mucho más difícil.
Comemos productos con sabor a alimento, con colores y texturas diseñadas para simular placer, buscando una satisfacción que nunca llega.
Como el jugador compulsivo que sigue apostando, esperando sentir algo otra vez.
Y así, nos sentimos vacíos.
Alienados.
El regreso al esfuerzo
A veces buscamos refugio en desafíos efímeros: correr una maratón, meternos en una tina de hielo, levantar pesas.
Solo para recordar —aunque sea por un momento— lo que se siente esforzarse.
Pero después volvemos a caer.
La comodidad nos espera con los brazos abiertos.
Y sin embargo, volver al esfuerzo es más simple de lo que creemos.
Mis alumnas y alumnos lo experimentan cada día.
Al decidir conscientemente deshacerse del exceso de abundancia que cargan en su cuerpo —esa grasa corporal acumulada por años de comodidad— redescubren algo más profundo.
Vuelven a sentirse humanos.
Vuelven a comer con hambre real.
A disfrutar de alimentos simples y nutritivos.
A entrenar no por entretenimiento, sino porque conviene.
A sentirse fuertes, livianos, capaces.
Y lo más importante: ese cambio empieza a reflejarse en sus hijos, en su entorno, en la forma en que viven.
De pronto, regresa esa sensación de propósito.
De fortaleza interior.
De saber que estamos preparados para lo que la vida nos lance.
No necesitamos entender el sentido de la vida.
Necesitamos darle sentido a cada día.
Y cuando lo haces —cuando eliges el esfuerzo por sobre la comodidad— todo vuelve a tener sentido.
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